Mientras el ciudadano de a pie hace malabares para llegar a fin de mes, enfrentando apagones, alzas en la canasta básica y una inseguridad que no da tregua, nos encontramos con cifras que indignan y obligan a cuestionar las prioridades del Estado dominicano.
Resulta que el Defensor del Pueblo, una entidad creada constitucionalmente para salvaguardar los derechos fundamentales de la ciudadanía frente a los abusos de la administración pública, parece haberse convertido en una maquinaria de gasto desmedido. Los datos son alarmantes: más de 1,500 millones de pesos ejecutados en acciones que, a ojos del pueblo, brillan por su ausencia en términos de beneficio real.
¿En qué se traduce esa millonaria inversión para el dominicano común? ¿Ha disminuido la burocracia abusiva? ¿Se sienten los ciudadanos más protegidos ante las arbitrariedades del poder? La respuesta, lamentablemente, se pierde en el eco de despachos refrigerados y campañas mediáticas que poco o nada impactan en la calidad de vida de la gente.
No se trata de desmeritar la institución per se, sino de exigir una fiscalización rigurosa sobre su eficiencia. Un presupuesto nacional, que sale del sudor de cada contribuyente, no puede ser cheque en blanco para entidades que, en la práctica, operan como elefantes blancos de lujo.
Abusar del presupuesto nacional gastando miles de millones en «cosas que no benefician al pueblo» no es solo una mala administración; es una afrenta moral en un país con tantas necesidades urgentes.
Es hora de que el Defensor del Pueblo deje de defender su propio presupuesto y empiece a justificar su existencia con resultados tangibles. De lo contrario, la pregunta sigue en el aire: ¿A quién están defendiendo realmente?